Me miraba rara, con una
insípida expresión. Mientras, sujetaba su tarta de chocolate en el mostrador de
la dulcería. El dependiente intentaba atraer su atención con una amplia sonrisa
y le decía con buenas formas el precio de aquel delicioso pastel de colores
llamativos, porque desde donde yo estaba apreciaba un marrón chocolatero, con
rojos, verdes brillantes y un decorativo morado. Hasta a mí me sobrevino el
desconsuelo al verlo inmóvil, a la espera de que aquella mujer de extraña
mirada se lo adueñara de una vez. Pero ella, la que me miraba raro, no dejaba
de torcer la cabeza en dirección a mí. Otra vez. Yo quise ignorarla mientras
intentaba saborear un barraquito preparado con exquisito gusto, tres capas de
colores: blanco, café y crema. Aunque no pude, la tenía en frente y cada vez
que levantaba la cabeza la veía a ella, elegantemente vestida, peinada y de mirada
indefinida, entre curiosa y repelente. No sé, pero mi tarta de manzana perdió
todo el encanto por culpa de la señora. Así me pareció. ¿Será que me reconoce? Me
pregunté, incluso dudé si ofrecerle una sonrisa, pero de inmediato abandoné esa
idea, sí, la mirada. Puede ser de montaña, o de literatura, quizás de pintura,
o de volcanes. Me preguntaba ya algo inquieta. Puede ser del trabajo, veo
tantos rostros al día. No, no me resulta familiar. Apuro el café rico y decido con las migas no
dejarlas atrás y repaso con el tenedor hasta la más pequeña. La verdad que
pareces una muerta de hambre, diría mi madre si me viera. Fue al entrar en el
coche, poco después, cuando realmente encontré la explicación, eso creo. Repasé
mi aspecto, era lamentable, polvo, polvo y polvo.
Cosas de ir a la montaña y tener hambre
después.