Mis pasos son lentos. Lo sé. Pero me acompañan los sueños, los creados con cimientos de intenciones. Si bien, el desaliento (la mueca) apareciera con el propósito de frenar mi ritmo, lo ignoraré y continuaré. Así pues, pese a no saber donde está la meta, miraré hacia el horizonte para proseguir mi rumbo: la vida.

jueves, 22 de septiembre de 2016

Hoy al otoño lo recibo con el rojo.
Rojo de pasión, de vitalidad, de acción, dicen.
Me acuerdo de aquella creencia popular de “el mal de ojo”. Me despierta la curiosidad e indago y me encuentro por un lado que alguien llamado Joaquín Bastús escribió en 1862 que la palabra griega “envidia” viene de la expresión “aquella que nos mira con mal ojo” y de ahí el mal de ojo… Pero prefiero quedarme con otra que dice que aporta confianza en sí mismo, coraje, valentía y una actitud optimista ante la vida.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Nunca antes había escuchado la palabra “trampantojo” y si así fuera, no le di ninguna importancia.
Trampa – ante – ojo.
En el arte se define como una técnica pictórica que intenta engañar la vista jugando con el entorno arquitectónico. Aunque realmente donde lo oí fue viendo la televisión, concretamente un programa de cocina. Algo contradictorio porque no me gusta cocinar, pero me pierde los calderos ajenos. Y es en ese mundillo donde los trampantojos son elaboraciones que juegan visualmente con el comensal, es decir, parece una cosa, pero en realidad es otra. Y ahí aparezco yo. Antes, mucho antes, cuando no era, me definía como sucedáneo; sustancia o elemento que puede reemplazar a otro por tener propiedades similares. Y ya se sabe que una no se cree mucho de sí misma y sus logros. Eso queda en la historia. No hay duda, soy Cande, Cande Rguez. Pero como soy sumamente vulnerable a los cambios y las decepciones, heme aquí otra vez definiéndome nuevamente.
Trampantoja.

domingo, 18 de septiembre de 2016

La palabra.
Cuando chica, la palabra fue sustituida por la mímica. El descanso de mi padre se hizo prioridad con sus turnos laborables.  Así que mi hermana y yo aprendimos a jugar en silencio, a reír sin carcajadas y enfadarnos sin gritar. Es decir, que despertó en nosotras otra forma de visión del mundo y nos convertimos entonces en observadoras de él. Nuestros ojos fueron los que sellaron nuestro destino. Mirar. Aquello obligó al ingenio e inventamos juegos como. ¡Contar coches! “Ahora tú los rojos y yo los blancos”. También con las manos. “Ahora eres Monchito y el mío otro…” (no recuerdo el nombre, pena). Y hablamos con ellos, con nuestros muñecos hechos de dedos, de movimientos sin ruidos. “Habla bajito”. Anda que no le dimos a la imaginación en aquella época. Y la palabra para mí se transformó en silencio. En aquel entonces era la pequeña, conque embutida de mimo. No sabía hablar, sino ceceaba de lo consentida que era. Palabras. Y no hablaba mucho, tímida, mordiéndome los labios en silencio con mirada medrosa. Que falta de palabras. Pero en la adolescencia cambió el escenario, y la niña quiere asomarse al mundo, como cualquiera a los catorce. Es entonces cuando sustituyo la palabra fonética por la escrita y me veo recreando mis pensamientos y mis paranoias en papel. Palabras. Luego, mi madre, ay mi curiosa madre, como yo. ¿Desde cuándo leía mis palabras? lo supe un día. Porque un sermón de mis padres vino a cuenta de mi última parrafada. Demasiado sinceras e incomprensibles para ellos. Por tanto, dejaron de existir y fueron aquella las últimas. Hasta que…broté nuevamente.
Palabras.

jueves, 15 de septiembre de 2016


Tan desconocido y lejano me parecía ese llamado Camino de Santiago, sobre todo porque yo soy montañera, oiga. Tan ajeno a mí que nunca antes lo había ni siquiera puesto en mi lista de posibles, era quizás, de los inimaginables. Tan desconocido el camino como yo y mi equivocada opinión de él. Mis modestos desafíos, si se puede llamar así a mi quería montaña y sus pasos y veredas, sus inclinadas subidas y sus vastos paisajes con el esfuerzo de una deportista amante del desnivel. Como se me iba a ocurrir ir al llano ese, sí, ese camino que lleva consigo el nombre de un apóstol. Más aún, yo poco católica y menos religiosa que un desierto de dunas o malpaís, ya saben, nada de nada. Pero siempre hay un ¿por qué no? o también, ¡qué más da!
Y anda que es mi segunda visita al dichoso camino. El llano que no solo van viejos, señores. No. Ni religiosos, ni antiguos. Sorpresa grata que el camino es tan versátil, tan variopinto, tan de todos que me acogió como amiga pese a mi incredulidad. Allí descubrí el reto personal, que nada tiene que ver con cómo lo hagas, ni qué calzado deportivo lleves, ni si la mochila es o no es, ni si vas a un hotel o a un albergue. 
El camino es de todos y nadie es mejor que nadie, allí cada cual lleva consigo su propia historia.